
Publicado originalmente el 30 de mayo de 2005 en "El pulso de Hidalgo"
En esta ocasión me internaré en los callejones de la medina de Fez para contar la historia maravillosa de un harén visto con los ojos de una de sus mujeres más jóvenes. Se que en cuanto mis lectores encontraron la palabra harén vino a su mente la imagen clásica de un serrallo imperial, con huríes danzando interminablemente ante poderosos sultanes abotagados de comida y adornados de oro desde la punta de los pies hasta la toca del turbante, pero no es esta clase de harén de la que trata el libro que me gustaría compartir. Los harenes del mundo musulmán se dividieron en dos clases, el más conocido ha sido el ya mencionado, de tipo imperial, que establecían los príncipes y gobernantes y que impresionó profundamente a los europeos que encontraron en su vista el máximo esplendor del hedonismo; y el segundo, menos conocido pero más difundido era el harén familiar, donde se concentraban diversas generaciones de una familia extensa bajo la dirección de uno o varios patriarcas, ligados generalmente a un negocio familiar centralizado, y donde también podía existir una multitud de esposas conviviendo, pero sin tener, necesariamente, el glamour del harén de los cuentos de Las Mil y Una Noches.
El libro en cuestión se publicó bajo el sello Quinteto en junio de dos mil tres en Barcelona, España (hoy quinteto es una de las múltiples marcas que forman el grupo Mondadori, gigante de la industria editorial española); se titula en español “SUEÑOS EN EL UMBRAL (Memorias de una niña del harén)” y fue traducido por Ángela Pérez Gómez de una versión inglesa, es importante aclarar que la traducción no se hizo directamente del árabe porque en una triangulación de traducciones se puede perder mucha de la intención original de quien escribe; de cualquier manera se trata de una obra hermosa e intensa, plena de una narrativa rica, que nos acerca a los personajes y a su entorno en un modo fantástico, llevándonos de la realidad al ensueño desde las primeras páginas.
La obra es prácticamente una autobiografía de la Doctora Fatema Mernissi, quien nació en Fez en 1949, perteneciente a una familia de felahin (terratenientes, aunque el término también se usa en árabe para designar a los peones del campo) con diversas propiedades en el norte de Marruecos; fue educada en madrassas (escuelas coránicas, es decir religiosas-musulmanas) y habló exclusivamente el árabe hasta la edad de veinte años; al culminar sus estudios de licenciatura en ciencias políticas recibió una beca para estudiar en la Sorbona y finalmente doctorarse en la universidad de Brandais. Es catedrática de la Universidad Mohamed V en Marruecos y ha publicado diversos ensayos y cuentos en varios idiomas, incluyendo al castellano; recibió el premio Príncipe de Asturias de las Letras en dos mil tres (un equivalente del Premio Nóbel en España, guardando las debidas proporciones) es también una activista harto reconocida del feminismo musulmán y la única mujer hasta dos mil cuatro que ocupó una titularidad en la Universidad Mohamed V.
El libro comienza con un capítulo que marcará al resto de la narrativa: “Las fronteras de mi harén”, describe su comodidad con las claras hudud (fronteras) del harén; la del salón familiar al patio principal; la del patio hacia los otros salones de la familia extensa y particularmente al comedor de los hombres, donde se debatían los negocios, las cosas de la política y la suerte del harén y sus habitantes; la tercera frontera era la de la entrada de la casa, guardada por Ahmed, el imponente portero recostado en un extravagante diván francés, con una charola de té a un lado, siempre listo a convidar a los que iban a negociar el paso, una tasa de té; la entrada, en palabras de la propia autora era “(…) una gigantesca arcada de piedra con descomunales puertas de madera tallada que separaba el harén de cuanto varón extraño se paseara por la calle (el honor y prestigio de mi tío y mi padre dependían de aquella separación, nos decían.) los niños podían salir siempre que los padres les dieran permiso, pero las mujeres adultas no.”
La autora nos lleva a través de su narración a contemplar la visión que cada personaje tenía del harén, por cierto que en su caso se dividía en dos, pues el abuelo tenía una mujer en una de sus granjas: Yasmina, una nómada berebere que vivía en una situación de harén particular y no muy bien visto por las otras mujeres que trabajaban y vivían de forma comunitaria, a pesar de que Yasmina se integraba a esta vida cuando la familia se trasladaba a la granja por alguna razón, o más bien integrando a “su harén” a los miembros del harén de Fez, y a pesar de que el propio abuelo sostenía que “no hacen falta muros donde no hay calles” las otras mujeres no dejaban de ver con cierta suspicacia a Yasmina por sus costumbres de montar a caballo, nadar en el río y pasar las tardes en largos paseos por la granja.
La pequeña Fatema observa a los adultos con azoro, esperando que de un momento a otro sucedan cosas mágicas, como en los cuentos de Las Mil y Una Noches que la tía Habiba les contaba y dramatizaba en el centro del patio o en medio de su pequeño salón, cuando el tiempo era propicio y las exigencias de los hombres lo permitían, porque el salón de los hombres demandaba una atención que ningún otro requería, ni siquiera el de la abuela Thor. Los hombres discutían principalmente de negocios y de política, de este último tema siempre con un tono que parecía predecir el fin del mundo, pero su madre le decía que “de creer lo que decía la radio y los comentarios de los hombres el fin del mundo hubiera llegado mucho tiempo atrás.”
Fatema hace de un viaje al Hammam (baño ritual de purificación, que por lo regular se hacía en baños públicos) una aventura de dimensiones homéricas, reduce el lenguaje adulto a fórmulas comprensibles para una niña de su edad en un mundo vedado al conocimiento no coránico; y aunque al parecer su padre y su tío Alí siempre estuvieron a favor de cultivar nuevas formas de conocer y ver la vida, la sociedad marroquí brindaba, y me parece que sigue brindando, pocas oportunidades reales a las mujeres, a pesar de que en los últimos años se han implementado políticas públicas para mejorar las condiciones de vida de las mujeres marroquíes todavía parece haber un largo trecho por recorrer. Cuenta con un asombro inconmensurable las ceremonias de exorcismo a las que acudía con Mina, una de las mujeres sudanesas del abuelo y algunas otras mujeres de la casa, donde se bailaba al ritmo de tambores, yendo en contra de los islamistas más conservadores y nacionalistas, Fatema lo ve a la distancia como una forma de rebelión o de autoafirmación de lo femenino, y tal vez eso era realmente, bajo el pretexto de una ceremonia “pagana” (porque en esto de la religiosidad cada quien tiene su visión de lo pagano) estaba una revolución femenina en gestación.
La frase con la que remata magistralmente el libro deriva de una pregunta que hace a Mina, la sudanesa:
¿Por qué no pueden seguir jugando los hombres y las mujeres cuando son mayores? ¿Por qué la separación? Y ella le responde “(…) hay una frontera cósmica que divide el planeta en dos. La frontera señala la línea de poder, porque donde quiera que hay una frontera hay dos clases de criaturas que caminan sobre la tierra de Alá: de un lado los poderosos, y, de otro, los impotentes. Pregunté a Mina cómo sabría yo de que lado estaba. Su respuesta fue rápida, breve y clarísima:
-- Si no puedes salir estás en el lado de los impotentes.”
Hasta aquí he tratado de comentar el libro tratando de atraer a l@s posibles lector@s para que se atrevan a tomarlo en sus manos, tal vez hojearlo, leer un párrafo hoy y otro mañana, y para que traten de encontrar, hasta donde su imaginación y tiempo se los permitan, una puerta de escape de esa frontera que l@s tiene atad@s o impedid@s para seguir adelante o comenzar el camino, algunas veces sólo hace falta charlar un poco con el portero de nuestro harén, tomar el té y sobornarle con la promesa de unos dulces a la vuelta, otras hace falta esperar hasta que los patriarcas decidan salir a la granja, donde no hay puertas ni calles, fingir conformidad mientras se toma un poco de acción drástica y escapar por las azoteas de otros harenes; aunque tal vez la única salida real sea tirar la puerta del harén que hemos ayudado a construir y resguardar durante largo tiempo para que las calles se integren a los patios interiores y los impotentes desaparezcan dando cabida a una nueva manera de ser y hacer.
En esta ocasión me internaré en los callejones de la medina de Fez para contar la historia maravillosa de un harén visto con los ojos de una de sus mujeres más jóvenes. Se que en cuanto mis lectores encontraron la palabra harén vino a su mente la imagen clásica de un serrallo imperial, con huríes danzando interminablemente ante poderosos sultanes abotagados de comida y adornados de oro desde la punta de los pies hasta la toca del turbante, pero no es esta clase de harén de la que trata el libro que me gustaría compartir. Los harenes del mundo musulmán se dividieron en dos clases, el más conocido ha sido el ya mencionado, de tipo imperial, que establecían los príncipes y gobernantes y que impresionó profundamente a los europeos que encontraron en su vista el máximo esplendor del hedonismo; y el segundo, menos conocido pero más difundido era el harén familiar, donde se concentraban diversas generaciones de una familia extensa bajo la dirección de uno o varios patriarcas, ligados generalmente a un negocio familiar centralizado, y donde también podía existir una multitud de esposas conviviendo, pero sin tener, necesariamente, el glamour del harén de los cuentos de Las Mil y Una Noches.
El libro en cuestión se publicó bajo el sello Quinteto en junio de dos mil tres en Barcelona, España (hoy quinteto es una de las múltiples marcas que forman el grupo Mondadori, gigante de la industria editorial española); se titula en español “SUEÑOS EN EL UMBRAL (Memorias de una niña del harén)” y fue traducido por Ángela Pérez Gómez de una versión inglesa, es importante aclarar que la traducción no se hizo directamente del árabe porque en una triangulación de traducciones se puede perder mucha de la intención original de quien escribe; de cualquier manera se trata de una obra hermosa e intensa, plena de una narrativa rica, que nos acerca a los personajes y a su entorno en un modo fantástico, llevándonos de la realidad al ensueño desde las primeras páginas.
La obra es prácticamente una autobiografía de la Doctora Fatema Mernissi, quien nació en Fez en 1949, perteneciente a una familia de felahin (terratenientes, aunque el término también se usa en árabe para designar a los peones del campo) con diversas propiedades en el norte de Marruecos; fue educada en madrassas (escuelas coránicas, es decir religiosas-musulmanas) y habló exclusivamente el árabe hasta la edad de veinte años; al culminar sus estudios de licenciatura en ciencias políticas recibió una beca para estudiar en la Sorbona y finalmente doctorarse en la universidad de Brandais. Es catedrática de la Universidad Mohamed V en Marruecos y ha publicado diversos ensayos y cuentos en varios idiomas, incluyendo al castellano; recibió el premio Príncipe de Asturias de las Letras en dos mil tres (un equivalente del Premio Nóbel en España, guardando las debidas proporciones) es también una activista harto reconocida del feminismo musulmán y la única mujer hasta dos mil cuatro que ocupó una titularidad en la Universidad Mohamed V.
El libro comienza con un capítulo que marcará al resto de la narrativa: “Las fronteras de mi harén”, describe su comodidad con las claras hudud (fronteras) del harén; la del salón familiar al patio principal; la del patio hacia los otros salones de la familia extensa y particularmente al comedor de los hombres, donde se debatían los negocios, las cosas de la política y la suerte del harén y sus habitantes; la tercera frontera era la de la entrada de la casa, guardada por Ahmed, el imponente portero recostado en un extravagante diván francés, con una charola de té a un lado, siempre listo a convidar a los que iban a negociar el paso, una tasa de té; la entrada, en palabras de la propia autora era “(…) una gigantesca arcada de piedra con descomunales puertas de madera tallada que separaba el harén de cuanto varón extraño se paseara por la calle (el honor y prestigio de mi tío y mi padre dependían de aquella separación, nos decían.) los niños podían salir siempre que los padres les dieran permiso, pero las mujeres adultas no.”
La autora nos lleva a través de su narración a contemplar la visión que cada personaje tenía del harén, por cierto que en su caso se dividía en dos, pues el abuelo tenía una mujer en una de sus granjas: Yasmina, una nómada berebere que vivía en una situación de harén particular y no muy bien visto por las otras mujeres que trabajaban y vivían de forma comunitaria, a pesar de que Yasmina se integraba a esta vida cuando la familia se trasladaba a la granja por alguna razón, o más bien integrando a “su harén” a los miembros del harén de Fez, y a pesar de que el propio abuelo sostenía que “no hacen falta muros donde no hay calles” las otras mujeres no dejaban de ver con cierta suspicacia a Yasmina por sus costumbres de montar a caballo, nadar en el río y pasar las tardes en largos paseos por la granja.
La pequeña Fatema observa a los adultos con azoro, esperando que de un momento a otro sucedan cosas mágicas, como en los cuentos de Las Mil y Una Noches que la tía Habiba les contaba y dramatizaba en el centro del patio o en medio de su pequeño salón, cuando el tiempo era propicio y las exigencias de los hombres lo permitían, porque el salón de los hombres demandaba una atención que ningún otro requería, ni siquiera el de la abuela Thor. Los hombres discutían principalmente de negocios y de política, de este último tema siempre con un tono que parecía predecir el fin del mundo, pero su madre le decía que “de creer lo que decía la radio y los comentarios de los hombres el fin del mundo hubiera llegado mucho tiempo atrás.”
Fatema hace de un viaje al Hammam (baño ritual de purificación, que por lo regular se hacía en baños públicos) una aventura de dimensiones homéricas, reduce el lenguaje adulto a fórmulas comprensibles para una niña de su edad en un mundo vedado al conocimiento no coránico; y aunque al parecer su padre y su tío Alí siempre estuvieron a favor de cultivar nuevas formas de conocer y ver la vida, la sociedad marroquí brindaba, y me parece que sigue brindando, pocas oportunidades reales a las mujeres, a pesar de que en los últimos años se han implementado políticas públicas para mejorar las condiciones de vida de las mujeres marroquíes todavía parece haber un largo trecho por recorrer. Cuenta con un asombro inconmensurable las ceremonias de exorcismo a las que acudía con Mina, una de las mujeres sudanesas del abuelo y algunas otras mujeres de la casa, donde se bailaba al ritmo de tambores, yendo en contra de los islamistas más conservadores y nacionalistas, Fatema lo ve a la distancia como una forma de rebelión o de autoafirmación de lo femenino, y tal vez eso era realmente, bajo el pretexto de una ceremonia “pagana” (porque en esto de la religiosidad cada quien tiene su visión de lo pagano) estaba una revolución femenina en gestación.
La frase con la que remata magistralmente el libro deriva de una pregunta que hace a Mina, la sudanesa:
¿Por qué no pueden seguir jugando los hombres y las mujeres cuando son mayores? ¿Por qué la separación? Y ella le responde “(…) hay una frontera cósmica que divide el planeta en dos. La frontera señala la línea de poder, porque donde quiera que hay una frontera hay dos clases de criaturas que caminan sobre la tierra de Alá: de un lado los poderosos, y, de otro, los impotentes. Pregunté a Mina cómo sabría yo de que lado estaba. Su respuesta fue rápida, breve y clarísima:
-- Si no puedes salir estás en el lado de los impotentes.”
Hasta aquí he tratado de comentar el libro tratando de atraer a l@s posibles lector@s para que se atrevan a tomarlo en sus manos, tal vez hojearlo, leer un párrafo hoy y otro mañana, y para que traten de encontrar, hasta donde su imaginación y tiempo se los permitan, una puerta de escape de esa frontera que l@s tiene atad@s o impedid@s para seguir adelante o comenzar el camino, algunas veces sólo hace falta charlar un poco con el portero de nuestro harén, tomar el té y sobornarle con la promesa de unos dulces a la vuelta, otras hace falta esperar hasta que los patriarcas decidan salir a la granja, donde no hay puertas ni calles, fingir conformidad mientras se toma un poco de acción drástica y escapar por las azoteas de otros harenes; aunque tal vez la única salida real sea tirar la puerta del harén que hemos ayudado a construir y resguardar durante largo tiempo para que las calles se integren a los patios interiores y los impotentes desaparezcan dando cabida a una nueva manera de ser y hacer.
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