
En este ciclo de comentarios sobre libros escritos por mujeres, particularmente de mujeres provenientes de entornos de marginación, no pueden faltar mujeres latinas, mujeres mexicanas en particular, así que no podía dejar de lado a Rosario Castellanos, la gran escritora chiapaneca que plasmó, como nadie más pudo haberlo hecho, la realidad de ese paraíso expulsado del mundo por los dioses del olvido
Rosario Castellanos tiene una historia que va de la mano con su trabajo: nació en
La obra de Rosario Castellanos es vasta y profunda, trabajó el cuento, la novela, poesía, de la cual es una de las máximas representantes latinoamericanas, e incursionó brevemente en el teatro. Su contacto con el mundo indígena, el de Chiapas en particular, la marca enormemente, y produce lo mejor de su literatura en torno a ese tema, que junto con el feminismo sería la marca de la producción de Rosario en cada uno de sus textos.
La obra que me gustaría compartir con ustedes en esta entrega es Balún-Canán, donde se plasman muchos de los problemas que hasta hoy privan en el estado de Chiapas y que la rebelión zapatista dejó al descubierto de manera absoluta desde el primero de enero de mil novecientos noventa y cuatro, cuando México y el mundo se vieron forzados a volver sus ojos al paraíso donde se dejó al descubierto un infierno que venía arrastrándose de siglos atrás.
La personaje central de esta narración es una niña, perteneciente a los Argüello, una familia de la clase dominante de San Cristóbal (Ciudad Real, como le dicen los coletos de abolengo, los hijos de San Cristóbal pertenecientes a las familias antiguas se llaman a ellos mismos coletos) que contempla al mundo que la rodea con la curiosidad natural de los personajes infantiles a la que se suma la visión de su nana, que le introduce a la visión indígena del mundo.
Uno de los detalles que marcan a la narración es precisamente la visión coleta del mundo, tanto el propio como el indígena, la clara separación social en el entramado de San Cristóbal es parecida a la que conocemos los habitantes de las pequeñas ciudades, o pueblos grandes, pero elevada al mil, pues el fenómeno de la convivencia con los indígenas tzotziles, tzeltales, choles y tojlabales, a los que llaman despectivamente y de manera indistinta "chamulas" genera otra marca social donde se inmiscuye la servidumbre como un factor de la vida social de la región de la zona fría del estado de Chiapas.
El libro comienza con una narración de la nana:
"–… y entonces nos desposeyeron, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra, que es el arca de la memoria. Desde aquellos días arden y se consumen en el leño de la hoguera. Sube el humo en el viento y se deshace. Queda la ceniza sin rostro. Queda la ceniza sin rostro. Para que puedas venir tú y el que es menor que tú y les baste un soplo, solamente un soplo…
— No me cuentes ese cuento, nana.
— ¿Acaso hablaba contigo? ¿Acaso se habla con los granos de anís?"
Así es la relación de las dos: íntima, produciendo un sincretismo que no es posible lograr de manera intencionada, que sólo nace cuando se da así, desde el origen de las cosas. Los paseos de la niña con la nana en los que le explica el mundo indígena, la asistencia a las variadas fiestas del pueblo que algunas veces le maravillan y otras le aterran le dan una visión más abierta que la del padre, finquero aristócrata o la de la madre, arribista que se aferra a su postura con toda la fuerza de la que es capaz. El cuidado y devoción de la nana le dan a la niña una postura distinta de la que naturalmente sembraron en ella sus padres.
El viaje a Chactajal, la finca de la familia comienza con la despedida de la nana en el oratorio de la casa familiar de Comitán, en el altar, texto que trasladaré de forma íntegra por su belleza, la increíble construcción poética que contiene y el sentido místico que reviste a las palabras de la nana:
— Vengo a entregarte a mi criatura. Señor, tu eres testigo de que no puedo velar sobre ella ahora que va a dividirnos la distancia. Pero tú que estás aquí lo mismo que allá, protégela. Abre sus caminos para que no tropiece, para que no caiga. Que la piedra no se vuelva en su contra y la golpee. Que no salte la alimaña para morderla. Que el relámpago no enrojezca el techo que la ampare. Porque con mi corazón ella te ha conocido y te ha jurado fidelidad y te ha reverenciado. Porque tú eres el poderoso, porque tú eres el fuerte.
— Apiádate de sus ojos. Que no miren alrededor como miran los ojos del ave de rapiña.
— Apiádate de sus manos. Que no las cierre como el tigre sobre su presa. Que las abra para dar lo que posee. Que las abra para recibir lo que necesita. Como si obedeciera tu ley.
— Apiádate de su lengua. Que no suelte amenazas como suelta chispas el cuchillo cuando su filo choca contra otro filo.
— Purifica sus entrañas para que de ellas broten los actos no como la hierba rastrera, sino como los árboles grandes que sombrean y dan fruto.
— Guárdala, como hasta aquí la he guardado yo, de respirar desprecio. Si uno viene y se inclina ante su faz que no alardee diciendo: yo he domado la cerviz de ese potro. Que ella también se incline a recoger esa flor preciosa — que a muy pocos es dado cosechar en este mundo — que se llama humildad.
— Tú le reservaste siervos. Tú le reservarás también el ánimo de hermano mayor, de custodio, de guardián. Tú le reservarás la balanza que pesa las acciones. Para que pese más su paciencia que su cólera. Para que pese más su compasión que su justicia. Para que pese más su amor que su venganza.
— Abre su entendimiento, ensánchalo, para que pueda caber la verdad. Y se detenga antes de descargar el latigazo, sabiendo que cada latigazo que cae graba su cicatriz en la espalda del verdugo. Y así sean sus gestos como el ungüento derramado sobre las llagas.
— Vengo a entregarte a mi criatura. Te la entrego. Te la encomiendo. Para que todos los días, como se lleva el cántaro al río para llenarlo, lleves su corazón a la presencia de los beneficios que de sus siervos ha recibido. Para que nunca le falte gratitud. Que se siente ante se mesa, donde jamás se ha sentado el hambre. Que bese el paño que la cubre y que es hermoso. Que palpe los muros de su casa, verdaderos y sólidos. Esto es nuestra sangre y nuestro trabajo y nuestro sacrificio.
La encomienda de la nana contiene toda la espiritualidad de los indígenas chiapanecos, la súplica inmanente de no olvidar, la profunda necesidad de hacerse oír por los que tienen la voz, la permanente conciencia de la injusticia y la justicia de los sojuzgados. En el momento en que acontece la trama del libro existe un pico en la eterna efervescencia social del estado, los finqueros están asustados, surgen por todos lados inconformes y líderes que aprovechan para su beneficio propio la situación existente.
Pareciera que hago una recopilación de notas de los diarios sobre el asunto de Chiapas en los últimos diez años, pero no, es un relato que correspondería a los años treinta, en la misma zona o que pudo darse en mil ochocientos con características idénticas, la triste realidad es que muy poco ha cambiado, el pretexto literario podría ser el mismo hoy, con algunas pequeñas variantes.
El libro tiene una perfecta hilación, que retrata el momento histórico y social amén de definir con un esplendor casi cinematográfico a los personajes, los cuales hacen de cada momento de la lectura una sorpresa. La tía loca, que se escuda en su fama de bruja para protegerse y controlar a los indios, los indios leales, la madre del bastardo, a quien los Argüello procuran a manera de limosna, los personajes secundarios que van dando tono a la obra, que culmina con la ruina familiar, debida a la pérdida de la finca a manos de los indios. El último detonador es el envío de un bastardo de la antigua casa Argüello para administrar la hacienda y controlar a los indios, la toma de conciencia de su propia marginación es proyectada en los indios, que poco a poco van llegando al límite del hartazgo. La llegada de los nuevos ricos al poder es la puntilla de la antigua concepción del mundo en el que creció nuestra heroína infantil.
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